Las
horas pasan y pasan y mueren y yacen en un sinfín de diminutas
lágrimas agriadas. El mundo gira y gira y el mar huye y huye y tu
sigues impasible frente a la orilla que ha encadenado tu vida y cada
uno de sus momentos.
El sol
tímido parece aparecer entre las sombras de la noche y el espesor de
las nubes pero siempre acaba por esconderse; siempre, por el mismo
horizonte. Pasas horas, días y años escudriñando en la inmensidad
de tu pequeño horizonte tratando de hallar esa puerta de emergencia,
ese modo impredecible de salir corriendo de un mundo que no es más
que una enmarañada trampa de mentiras.
Y
mientras no lo logras, te distraes dibujando con los dedos algo
bonito en la arena y adornándolo con el rojo del coral. Te diviertes
imaginando historias de ciudades legendarias y personajes insoñables.
Pero, tarde o temprano, la sal de siempre la misma ola cae sobre ti
asfixiándote la piel e irritándote los pulmones. Pero allí te
quedas, inmóvil, esperando a que la historia empiece de nuevo.
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